MI VIDA CON DÉFICIT DE ATENCIÓN

Desde que estaba en la cuna, desconcertaba a la gente; asombraba a mi madre por la manera en que la removía durante mis largos períodos de llanto. De niño mis primos decían que era muy renegón. Fui y sigo siendo impulsivo y caprichoso, pero ahora más controlado; no curado. A partir de los 12 años me empezaron a tratar por petit mal con pastillas que me daban mucho sueño. Mis padres nunca me explicaron el porqué y siempre fue un misterio para mí y una interrogante para mis amigos porque veían que cargaba con pastillas a todos lados. Alguna vez mi padre me dijo que era algo relacionado o con los riñones o con el cerebelo. No lo recuerdo bien.

Entré al kindergarten a los cuatro años sabiendo leer y lo terminé con cuatro medallas siendo el orgullo de mi casa. Al año siguiente, en transición, saqué tres medallas, dos en primero de primaria y ninguna más en mi vida escolar. Cursando cuarto de primaria me ausenté del colegio por tres meses debido a un largo viaje familiar y lo que más recuerdo de mi regreso es lo desorientado que me sentía al no entender nada de lo que pasaba en clase y no encontraba manera de ponerme al día. No sé como aprobé, pero sí que fue el comienzo de mi gran angustia escolar. A partir de esa época tuve profesores en casa con los que, curiosamente, terminábamos hablando de todo —música, animales, ciencias, del Perú y política— excepto de estudios. Muchas veces, al regresar para almorzar al mediodía (en ese entonces se iba al colegio tanto en la mañana como en la tarde), me daban unos fortísimos cólicos al estómago sin aparente causa; ahora me doy cuenta de que era la manifestación de la ansiedad que me causaba la vida escolar. Casi pierdo quinto de primaria de no ser por un profesor que me preparó con mucho cariño y que además me enseñaba en el colegio. Sé que al principio se negó a hacerlo pero, ante la insistencia de mis familiares, aceptó ir a casa. También recuerdo a mi papá explicándome una y otra vez temas de Historia —que en realidad no necesitaban explicación alguna pues eran solo hechos—, o de Biología, pero que me entraban por una oreja y salían por otra. En qué momento desistía de su tarea, no lo sé, pero puedo imaginarme su frustración.

Por fin llegó el año en que me jalaron; fue tercero de media. Ignoro por qué, pero casi no me dio vergüenza. Además, la recepción que tuve por parte de mis nuevos compañeros  —me quedé en el mismo colegio— fue muy buena; con todos hice buenas migas. Dos compañeros se hicieron cargo de mí y con mucho tesón y cariño me acompañaron de cerca hasta terminar el colegio, explicándome y volviéndome a explicar las cosas hasta que las comprendía y podía defenderme con las justas en los exámenes. Ellos eran buenos estudiantes y su ejemplo me hizo ver la manera de ser de un alumno adecuado. Hoy día diríamos que tuve un par de buenos coaches. Sin ellos, no sé que hubiese sido de mi vida académica y, quién sabe, de mi vida anímica. Con relación a esto último, en casa nunca me hicieron sentir mal por los fracasos escolares, sin embargo, mi autoestima estaba muy resentida. Por otro lado, era muy amiguero, bailarín, movido, tenía éxito con las chicas, era un acertado consejero de amigos y por más bruto que me sentía, creo que de alguna manera, mi vida extra académica me decía que no era tan inútil como me lo figuraba. Empecé mi carrera —química y matemática—  en los Estados Unidos. Pasé por el primer año como si hubiese sido una estadía en la China, pues lo que estudiaba me resultaba totalmente ajeno y muy bien hubiese podido decir ¡qué es esto, Dios mío! Estaba repitiendo mi desempeño anterior. Durante aquel primer año universitario, y en un lapso muy breve, murió mi padre. Un buen día, revisando su biblioteca tomé un libro de Química Nuclear y lo empecé a leer; comenzaba con un capítulo sobre su historia y me sorprendió comprender todo. Ese año regresé a los Estados Unidos para volver a empezar el año perdido y sentí que arrancaba mis motores pues poco a poco entendía todo. No se si fue el golpe de la muerte de mi papá o la madurez de los 18 años, pero no volví a tener un fracaso académico terminando mi carrera sin tropiezos. El ambiente universitario era fantástico; tuve amigos que a la vez eran buenos estudiantes. Aunque no fueron los coaches del colegio, su comportamiento hacia los estudios me enseño la técnica para triunfar. Aprendí que existían los horarios y al ver cómo se preocupaban de calcular el tiempo y los cursos restantes cada semestre me percaté de la existencia de aquello que se llama la planificación y de su importancia; aprendí que la vida no era un evento de corto plazo como yo la entendía. Viendo cómo sobrellevaban sus frustraciones me di cuenta de que no era el único que las tenía y aprendí a soportarlas mejor a medida que iba saliendo adelante. Puedo decir que ese cogollo de buenos estudiantes fue un modelo de cómo vivir en comunidad, de cómo tener éxito, y de actitudes que llevaban al triunfo como aquella de prepararse para derrotar a un contrincante en un debate en el aula o en salir entre los primeros de la clase. Entre lo anecdótico de mi estadía en el extranjero está mi dificultad para hacer maletas cada vez que venía al Perú, tarea que nunca pude realizar sin sentir una increíble impotencia al no saber qué comenzar a guardar primero ni dónde colocarlo. Un compañero metódico me daba la mano.

Por lo demás, durante el transcurso de estudios de postgrado me sirvió mucho el pensamiento lateral y sui géneris del Déficit de Atención (DA) para proveer nuevos enfoques; he hecho cosas que no todo el mundo se ha atrevido a realizar como por ejemplo aprender a volar avión en el Aero Club. Como amante del riesgo he tenido varias motos, y por mi comportamiento acelerado, he tenido mi dosis de choques y otros accidentes (dos brazos rotos) y siempre me han dicho que soy muy movido. Contradictoriamente, tengo una ventaja tremenda para aprender temas nuevos pues puedo focalizarme intensamente durante buen tiempo. Sin embargo, también sigo empezando mil cosas para abandonarlas luego a medio hacer, como si de pronto y por arte de magia cambiaran mis prioridades. Debo decir que ahora sí las retomo, pues he aprendido la importancia de la constancia. Bueno, ya tengo 58 años. Nunca he sido medicado por mi DA y, aunque estoy seguro de que me hubiese ayudado mucho, la estructura que me dieron los que me rodearon y la paz en el hogar de mi niñez han sido clave para llegar a esta edad, casado y feliz, con tres hijos (dos con DA, uno más fuerte que el otro), con casa propia, una vida laboral bastante buena y dedicándome, a estas alturas de la vida, a lo que más me gusta: enseñar.

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Testimonio publicado en el boletín electrónico n.º 4 del APDA, del 9 de julio del 2004.