Deseo compartir mi historia para que de alguna manera, hoy, algunas madres primerizas puedan sentirse mejor y no sufrir y padecer lo que yo viví. Me casé joven y muy enamorada. Salí embarazada a los diez meses de casada. Fue un embarazo deseado y planeado. Yo era un ser deseoso de procrear, dar afecto, de proteger, de gran instinto maternal. Soñaba con tener a mi hijo en brazos, pensaba que iba a ser perfecto, buen estudiante, una maravillosa alegría y compañía. No resultó como lo imaginé.
Mi hijo nació de parto normal y sin ninguna complicación, solo presentaba bajo peso. Gracias a Dios, al mes duplicó su peso, pero siempre fue muy delgadito lo cual le daba mucha agilidad. Le di de lactar seis meses y fue un niño muy sano, pero… se movía como culebra. Nunca estaba quieto, a los seis meses gateaba por todos lados, a los diez meses se paraba, a los once caminaba y hasta corría.
Por querer ser la mejor madre del mundo, sobre estimulaba a mi hijo, lo llevaba a todos lados, le hablaba de muchas cosas, tenía los mejores juguetes, rompecabezas, juegos didácticos, etc. Jamás le faltó nada. Ahora entiendo cuántos errores cometí. Ni mi esposo ni yo podíamos mantenernos firme ante sus requerimientos, nuestro hijo violaba rápidamente los límites, parecía una locomotora.
Ya se imaginan mi desesperación, tenía que corretearlo por todos lados. Cuando lo paseaba en coche se aventaba de el. No había zapato que aguantara, tenía que bañarlo hasta tres veces al día porque terminaba muy sucio. Las horas con él se hacían eternas. Al año ya dormía en cama y ya no usaba pañales de día. Eso sí, de noche dormía como un angelito. Cuando fue al nido a los dos años y ocho meses, le costó más de un mes adaptarse. Como yo siempre estaba a su lado, dándole mucha sobreprotección, por lo movido e inquieto que era, fue difícil para él adaptarse a no estar conmigo. Siempre estaba al tanto de lo que le pasaba a mi hijo, las profesoras me decían que era un niño sumamente inteligente y hábil, pero distraído y que le gustaba molestar a sus compañeros. De pequeño era muy pegado a mí, recuerdo mucho los cumpleaños infantiles, todos los niños tranquilos viendo el show y yo correteándolo embarrada de gelatina, dulces y sudada.
En sus primeros años de colegio el problema se agudizó, no obedecía a sus profesoras, tenía falta de atención y concentración. Y como era de esperar, nivelaciones por todos lados: de matemática, de lenguaje y de inglés. Yo me preguntaba: ¿no decían que era muy inteligente?, ¿no decían que es propio de la edad?, ¿cuándo va a pasar? Y…, nunca pasó.
La relación con mi esposo comenzó a deteriorarse, pese a que nos amábamos muchísimo, pero la tensión en la cual vivíamos a causa de nuestro hijo, no nos permitía tener tranquilidad y felicidad y un momento para estar solos. Pensamos que un hermanito le iba a ser mucho bien, pero el hermanito nunca llegó. Me realicé algunas pruebas y mi esposo también, el médico nos dijo que sólo era tensión y efectivamente, vivíamos nerviosos y alterados. Nos sentíamos impotentes, eran momentos de zozobra, teníamos que recuperar la posición perdida en cuanto a límites.
Como no encontraba ninguna solución y tenía que librar esa batalla, decidí llevarlo a una psicóloga. Asistí dos veces por semana por casi un año. Le realizó una evaluación integral de inteligencia y personalidad. En el informe arrojaba que las actitudes sobre protectoras y sobre indulgentes alimentaban en mi hijo la idea de que los límites y las exigencias constituían una retirada de afecto. Me sugirió afecto y calidez junto con firmeza ante las exigencias para permitirle madurar socialmente y poder adecuarse progresivamente a las nuevas exigencias de su entorno. Pero no vi cambios en mi hijo y me decían: ya va a pasar, es por la edad. Era un niño indomable.
No contenta con eso, por mi propia cuenta decidí llevarlo donde un neurólogo, pero no era un neurólogo pediatra. Le realizó una electroencefalografía y en la conclusión decía:“Registro espontáneo dentro de límites normales, teniendo en consideración la edad, ligeramente sensible a la hiperventilación.” Recuerdo perfectamente las palabras del doctor:“Señora eso es todo lo que puedo hacer por su hijo, le recomiendo que lo lleve donde la Dra. X, es psiquiatra, ella la puede ayudar”. Lo llevé y ni bien la doctora lo vio, mi hijo le hizo una serie de piruetas, chistes, le desordenó todo lo que encontró en su consultorio, le tocó la cabeza, la despeinó etc. La respuesta fue:“Su hijo es un niño hiperactivo y necesita medicación”. Salí llorando del consultorio, destrozada, confusa, con miedo, aterrorizada y culpable. Le suministré Ritalin por un período de un año. Ese año mejoró tremendamente en el colegio y en la casa era más que terrible. Nunca les informé a las profesoras porque pensaba que iban a ver a mi hijo como un niño raro. Gran error.
Realmente la desinformación era grande. Busqué libros y artículos sobre el tema, pero la información nunca era completa. Y así transcurrieron sus primeros años escolares, mi relación matrimonial se deterioró y en cuarto grado, el año que me separé de mi esposo, mi hijo repitió de grado. A partir de su repitencia, con el paso del tiempo, logró hacerse más maduro y canalizó todas sus energías en el deporte. El deporte fue la solución. Fue la calma que le sigue a la tormenta.
Hoy, está pronto a terminar la secundaria, es un muchacho sumamente deportista, jovial, encantador, alegre, muy persuasivo, siempre convence a la gente de lo que quiere. No es un buen estudiante, le cuesta mucho sentarse a estudiar, sigue inquieto, pero cuando algo le apasiona puede estar horas concentrado en lo que hace, es muy amiguero y querido por todos. Es un chico que irradia luz propia, es exigente con su cuidado personal, un poco narcisista y egoísta, pero es el ser que más amo y el que más me hizo padecer, cargando un peso demasiado grande.
Estoy convencida que ahora se les da más importancia a los niños que presentan hiperactividad y problemas de atención y concentración, los padres reciben apoyo y el problema puede atacarse desde el principio y no como mi caso, que maestras y psicólogas me decían la palabrita que aún resuena en mis oídos: “Ya va a pasar, es propio de la edad.”
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Testimonio aparecido en el boletín electrónico del APDA del 10 de septiembre del 2007