Luis es mi primer hijo, cuando nació era un bebé muy irritable, lloraba mucho. El día se pasaba entre darle de lactar, cambiarle pañales y tenerlo en brazos haciéndolo dormir. Su sueño era ligero y no duraba mucho, así que siempre estaba en brazos, era el único modo de no sentirlo chillar. Su modo de lactar era violento, fuerte.

Cuando creció, su genio se fue agudizando, a los dos años se aburría de todo, era incapaz de mantener su atención fija por tres minutos en un juguete determinado y siempre estaba gritando o tirando cosas. Se frustraba con mucha facilidad.

A los tres años fue al nido y las cosas no mejoraron porque no sabía jugar con otros niños ni le interesaba aprender a hacerlo. Se peleaba siempre y se aislaba del grupo, quedándose por unos momentos sin hacer nada, para luego ponerse a jugar por su cuenta por pocos minutos. Las profesoras no sabían cómo tratarlo y nosotros en casa tampoco.

Todos pensaban que se trataba simplemente de un engreimiento terrible. Yo sentía que había algo más de eso, pero no sabía a dónde llevarlo. Incluso los pediatras me aconsejaban simplemente ser menos tolerante con el niño y ponerle más límites.

Cuando entró al colegio las cosas tampoco mejoraron. Continuaba aislándose y desarrolló conductas agresivas. La psicóloga del colegio pensaba que su reacción se debía al divorcio por el que su papá y yo estábamos pasando. Yo continuaba pensando que había algo más.

Como la situación no cambiaba y el cansancio por parte mía era ya muy grande, me decidí, dándole la contra a muchos amigos y familiares, a llevarlo donde un neurólogo. Luego de aproximadamente una hora de consulta, el diagnóstico fue: Déficit de Atención sin hiperactividad significativa y, además, un comportamiento negativista desafiante.

El tratamiento que recomendó el neurólogo fue Ritalin, para comenzar, y en cuanto se pudiera —pues yo le dije que no disponía de medios económicos— hacer terapia conductual. A la semana de estar tomando el medicamento, los cambios fueron sustanciales. Ya no se desesperaba al momento de hacer las tareas (ya tenía 6 años), no lloraba tanto, su humor mejoró notablemente, iba contento al colegio y sus notas subieron. Como las cosas le comenzaron a salir mejor, su baja autoestima comenzó a crecer.

Ahora, él tiene 9 años, continúa tomando su medicación, está en terapia conductual y ya tiene amigos. En la casa ya no se escuchan ruidos de objetos que luego de volar por los aires se estrellan contra el suelo. Sé que falta mucho, pero sé, también, que vamos por buen camino.

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Testimonio aparecido en el boletín electrónico n.º 2 del APDA, del 19 de diciembre del 2003.