De Michelle Baril-Price, The Globe and Mail Inc.
Traducido por Juan José Calderón.

Cuando vi el documental “La naturaleza de las cosas: TDAH, no solo para niños” me puse a llorar inmediatamente, las historias que contaban resonaban mucho con la mía.

Al día siguiente, averigué cuanto podía sobre el trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Sin embargo, me pase meses yendo entre la negación completa y la aceptación, antes de llamar a un doctor y hacerme ver. Debo haber sonado desesperada por teléfono porque me atendieron inmediatamente.

Probablemente estés pensando “¡excelente!”, “¡felicitaciones”, pero la cuestión es que, tengo 40 y tantos años, he leído todo lo que hay por leer sobre las novedades en salud y ciencia, y nunca supe que los síntomas que sentí toda mi vida no eran la norma. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo los doctores no se dieron cuenta?

Cuando empecé a investigar sobre el TDAH, me quedó clarísimo que mis conceptos erróneos e ignorancia sobre el desorden me habían confundido. Mi cabeza estaba llena de pensamientos y arrepentimientos. Me sentía engañada. Finalmente, me dije a mí misma que no podía cambiar el pasado, pero sí podía difundir el hecho de que el TDAH puede ser muy diferente del concepto que se tiene del niño hiperactivo acelerado.

Para mí, esto era el TDAH: yo de niña, sentada en clase, en silencio, pretendiendo escuchar al profesor. Mientras tanto, estoy mirando y dibujando el pajarito que se ha posado en el árbol de afuera. Estoy escribiendo poesía en mi cuaderno y, también, estoy re-leyendo capítulos enteros de mis libros de texto y tomando muchísimos apuntes porque no recuerdo lo que acabo de leer, ya que sigo pensando en el pajarito de afuera. Yo era la niña que levantaba la mano primero cada vez que el profesor necesitaba ayuda. Lo mejor de mis días de colegio era ir por el pasillo al armario de arte, donde me perdía entre las pinturas y los papeles de colores.

Otro ejemplo: estoy en la universidad, perdida entre las repisas de la biblioteca, leyendo y aprendiendo sobre cosas que no tienen nada que ver con lo que estoy estudiando. No es que tenga un déficit en la atención, tengo la atención “esparcida”. Si hubiese considerado cambiarme de rama, estaría cambiándome cada mes. Eventualmente, me diagnosticaron depresión y ansiedad. No soy capaz de explicar qué parte de lo que me está afectando es porque no soy capaz de “ordenarme” al igual que los demás. No soy capaz de articular, paso la mayoría del tiempo escuchando mis propios pensamientos peleándose, dando vueltas en mi cabeza, el ruido, el caos implacable que me agota al punto de que no soy capaz de estar conectada con otros.

Lo único que quiero es dormir, pero incluso ahí, no encuentro paz. Dibujo y escribo como una forma de escape artístico. No entiendo cómo otros son capaces de saltar de un escalón a otro, avanzando en sus vidas, mientras yo me quedo atrás. Me considero una mujer inteligente, y creo que debería ser capaz de hacer lo mismo, pero no puedo.

Años después, estoy en la cocina, mirando por la ventana. Veo árboles, pájaros, el grass meciéndose. No sé hace cuánto estoy aquí. Hay un peso vacío dentro de mí que me impide moverme. Estoy sentada minutos, horas, mirando el mismo árbol, mis partes física, emocional e intelectual peleándose entre sí.

De pronto, varios pensamientos irrumpen en mi cabeza, de ayer, hoy y mañana. Pensamientos, recuerdos, diálogos, caras, emociones, preocupaciones, cosas que debería estar haciendo, todas inundando mi cabeza y ahogándome en una frustración abrumadora. Tengo que lavar la ropa, hacer la comida, sacar al perro, terminar el libro que empecé a escribir hace siete años. Los chicos van a llegar en cualquier momento, hacer la comida, pintar las paredes. Pero no puedo moverme. Sé que debo hacerlo, pero no puedo.

Temo que otros me vean como una persona floja, incompetente, que no merece la vida que ha logrado formar para sí. “Esfuérzate un poco más”, “aguántate”, “todos tienen que lidiar con cosas así”, “la vida es difícil, solo hazlo”. Pero, mientras veo por la ventana, la parte de mi cerebro que se supone debe decirme que me levante, está apagada, dejándome relegada hasta que se vuelva a prender. No tengo idea cuánto demore. A veces es un pensamiento, otras veces es algo que veo o escucho que me saca del estupor.

Hasta que eso pase, estoy sentada aquí, jugueteando con los dedos, los pensamientos revoloteando en mi cabeza, mi hiperactividad casi imperceptible para los demás. Más tarde, estoy criticándome: por qué no me levanté, por qué desperdicié tanto tiempo haciendo nada. Y así el ciclo continúa.

El TDAH no toma vacaciones. Muchas veces, si no es tratado, puede volverse penetrante, debilitante y devastador. Antes de ser diagnosticada, los días y años pasaban, yo vivía, pero sin vivir, sobreviviendo, pero sin prosperar. En ocasiones, cuando la niebla menguaba, me encontraba preguntándome por qué no tenía objetivos, por qué no me esforcé más, por qué dejo todo lo que empiezo, por qué nunca voy a ninguna parte. Me preguntaba qué era lo que estaba mal conmigo. Desde que empecé a tratarme, he conseguido una calma interna que es nueva para mí. Aparentemente no todo hueco es un abismo y no toda colina es una montaña. No tengo que hacer todo lo que está en mi “lista de cosas por hacer” al mismo tiempo y no tengo que llenar cada silencio con mi voz. La medicación no organiza mi día, no me recuerda recoger a mis hijos o pasear al perro. Pero me da una paciencia que no tenía antes. Me permite moverme cuando he estado mirando por la ventana por mucho rato.

Sin tratamiento, no habría podido terminar este artículo. Por el contrario, lo habría hecho y re-hecho durante los siguientes 5 años, transformándolo en algo ininteligible. Ahora siento que tengo la capacidad de escoger ser parte del juego si es que quiero. De repente termine ese libro que estoy escribiendo, de repente empiece uno nuevo. Prometo que no será corto.